El contenido de este estudio es bastante fuerte, y requiere de suficiente madurez espiritual para leerlo, por lo tanto, se recomienda al amable lector la debida precaución.
Probablemente nunca en la historia de la raza humana haya existido tanto extremismo religioso como lo fue en los tiempos cuando nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra a cumplir su misión. Para ese entonces la secta de los Fariseos había dominado totalmente el ambiente religioso israelita, habiendo conseguido poner en la conciencia del pueblo interpretaciones acerca de las Escrituras que en la realidad nada tenían que ver con ella. Habían logrado hacer que el pueblo creyera y viera como correcto todo cuanto de religioso ordenaban hacer. Por la descripción que la Biblia proporciona, puede verse que su satisfacción consistía en hacer que el pueblo obedeciera no a la ley en sí, sino al rigor que ellos habían instituido, cualquier desobediencia era penalizada con la muerte. De ese modo llegaron a establecer un sistema por el cual, en lugar de hacer que la ley fuese admirada, exaltada y respetada; en lugar de inculcar en el pueblo que la ley era una bendición divina, consiguieron que fuera vista como una carga difícil de llevar, como algo que infundía miedo.
Importante es recalcar que los fariseos no aplicaban al pueblo el verdadero sentido de la ley sino que se valieron de ella para establecer lo que era su modo de pensar, haciendo que sus ideas parecieran como que eran exactamente como Dios deseaba ser obedecido. Esa fue una de las causas por las cuales nuestro Señor les refutó duramente en repetidas ocasiones.
Quien lee los evangelios habrá notado que una de las actitudes propias de los fariseos consistía en presentarse ante la vista del pueblo con apariencia de piedad y de santidad, lo cual significa que ellos no eran sinceros, por eso eran tildados por nuestro Salvador como hipócritas y como sepulcros blanqueados. Se puede concluir en que los fariseos habían llegado a constituirse en los amos del pueblo, en los dictadores del pueblo, en los señores a los cuales había que obedecer, reverenciar y alabar. El que la gente les mostrara eso, les hacía felices y les brindaba satisfacción.
Los señalamientos hechos por el Señor conducen a ver en los fariseos a personas que haciendo uso de una autoridad no proveniente de Dios, se ensañaban en el pueblo, obligándole a guardar la ley de un modo que no fue el prescrito por el Creador. Tan duro era ese esquema que nuestro Señor dijo que ellos “ni con un dedo las quieren mover” (Mateo 23:4). Significando con eso que la obediencia a la ley que habían establecido era tan dura que ni ellos eran capaces de cumplirlas tan siquiera en sus más mínimos requisitos, sin embargo obligaban al pueblo a obedecer. De esa manera, los fariseos vinieron a ser para nuestro Salvador un grupo de personas que fingían piedad, amor hacia el prójimo y santidad, todo lo cual estaban lejos de cumplir. Los fariseos eran personas que robaban al pueblo y se lucraban de él por medio de la imposición; también eso les fue recriminado por nuestro Señor.
He aquí, pues, un pequeño vistazo de cuanto respecto a los fariseos está registrado en las páginas del Nuevo Testamento, registrado para la posteridad como un ejemplo de despiadez y de santidad pretendida, de personas que en su interior estaban carcomidas por la envidia, por la avaricia y por la sed de poder.
La destrucción de Jerusalén vino en el año 70 de nuestra era, con ello también vino el fin del sistema farisaico. Pero el tiempo no transcurre en vano, el despotismo, despiadez y falta de consideración hacia los demás, propios del fariseísmo, a la postre vino a ser copiado e imitado por muchos que en la actualidad pertenecen a la línea conocida como Legalismo.
Lo que no es legalismo
El legalismo no consiste en obedecer fielmente a la ley de Dios. Tampoco consiste en hablar favorablemente de ella siempre que haya oportunidad. Posiblemente algunos cristianos posean una opinión a través de la cual piensen que si una persona enfatiza la ley de Dios como norma de vida, entonces esa persona es legalista. La experiencia enseña que existe un tipo de cristianos que miran a los guardadores de la ley como fariseos, como personas que desechan el sacrificio de Cristo, como personas que si en verdad desean ser cristianas deben abandonar todo cuanto tiene sabor a ley, etc. Está comprobado que ese tipo de sentimientos nace principalmente de la desinformación que predomina en nuestro mundo cristiano. Nace de la escasa importancia que se le presta a obedecer a la voluntad divina; nace del deseo de presentar el evangelio como un sistema de salvación sencillo y fácil, que no posee obligaciones a las cuales los convertidos tengan que sujetarse. Por consiguiente, lo que en algunas ocasiones es tenido como legalismo, en realidad no lo es. El legalismo va más a fondo de lo que superficialmente se piensa.
¿Qué es el Legalismo?
Sin lugar a dudas, más de una opinión existe como definición de lo que es el legalismo, sobre todo si es aplicada a guardar la ley moral de Dios. Pero es necesario mencionar que esa palabra, en su sentido amplio, también involucra la inclinación personal a validar el modo en que uno actúa dentro del evangelio. Quizá pocos saben que la categoría de legalismo también involucra a las personas que defienden y validan los frutos de la carne que les dominan, argumentando que Cristo les limpia de todo pecado. Aquellas personas que validan su derecho a la vida eterna y a la comunión con Cristo a pesar de no vivir en santificación, entran en ese círculo, pues reclaman validez o legalidad para sus acciones. Pero bien, volviendo al tópico del cual venimos hablando, podría decirse que legalismo es la manipulación de la ley de Dios, obviamente conviene comentar algo al respecto, de modo que el lector mire con claridad la diferencia entre lo que es guardar la ley piadosamente, y lo que es el legalismo.
En primer lugar, el legalismo pone gran énfasis en que la salvación se obtiene sólo si se cumple la ley sin transgredirla. De acuerdo a esto, la persona legalista se enreda a sí misma, no sabiendo en qué lugar poner el sacrificio de Cristo, que es el único que salva. El legalista cree que Cristo salva y que la ley salva, lo cual por cierto es un punto de vista extraño al verdadero contenido del mensaje de salvación que otorga todo el crédito al sacrificio redentivo del Hijo de Dios. El legalismo induce a la persona a formarse un concepto elevado de su capacidad y habilidad. El pensamiento legalista puede bosquejarse en cuatro posiciones: “Gracias a Dios que me ha dado fuerzas y capacidad para guardar su ley”. “En todos los años que tengo de vivir en Cristo, siempre he guardado la ley, nunca la he transgredido”. “Si guardo la ley, Dios me dará la salvación cuando su Hijo venga de nuevo a la tierra”. “Para obtener la salvación ofrecida por Cristo, hay que guardar la ley”.
No es que el autor insinúe que la ley de Dios es innecesaria para la salvación personal, mas lo que quiere decir es que en la mente legalista ese tipo de pensamientos encierran un significado a través del cual la ley es el centro de la persona; todas sus acciones personales giran alrededor de la ley y no de Cristo, cuando que debe ser todo lo contrario, es decir, que la vida de los cristianos debe girar en torno a Cristo. Por increíble que parezca, confiar plenamente en Cristo y vivir en él, hace que la persona obedezca toda la ley moral divina con suma facilidad. La persona con Cristo en el corazón guarda la ley de Dios por amor, es decir, la guarda para corresponder al amor de Dios (I Juan 5:3).
En los cuatro ejemplos citados arriba puede observarse que el pensamiento legalista siempre enfatiza la capacidad humana: “Voy a ser salvo porque yo...”. El legalismo es un culto al orgullo humano, a la capacidad humana, a la habilidad humana. El legalismo es pretencioso, sencillamente porque sin darse cuenta se enaltece a sí mismo por sobre la misericordia y la gracia divinas. El legalismo es arrogancia, porque desplaza a Jesucristo del lugar que Dios le ha conferido, para enarbolar el estandarte de la capacidad personal de luchar en contra del pecado. El legalismo no sabe cómo conjugar el papel que juega la ley en la vida de los hijos de Dios con la misión de Aquél que dio su vida para rescatarnos de la muerte. El legalismo mira primero a la ley, después mira a Cristo. El legalismo cree en Cristo, pero su prioridad es la ley.
De acuerdo al legalismo, cualquiera que transgrede la ley de Dios sin importar cuales sean las causas, irremediablemente está condenado, el transgresor perdió la salvación, otra oportunidad no existe. El transgresor podrá continuar asistiendo a los servicios en la iglesia, pero nunca más volverá a tener ningún tipo de provilegios, más bien deberá contentarse y sentir que es un privilegio ocupar un asiento en la sala de predicaciones
Otro de los serios inconvenientes a que el legalismo se enfrenta es aquel en el cual la persona establece su propio modo de interpretar los mandamientos de Dios. El legalismo cree que entre más severidad se le pone a la observancia de la ley, más santidad se atrae (eso hacían los fariseos). El legalismo no se da cuenta que la opinión personal y el rigor humano sobrepasan los límites de la capacidad humana para guardar la ley de Dios. La persona legalista “se lamenta” de que otras personas no guarden la ley con el mismo rigor conque ella entiende debe ser guardada; eso es así pues piensa que ese rigor es producto de la inspiración divina. El legalismo encuentra satisfacción cuando uno que ha sido lavado con la sangre de Cristo peca y es enjuiciado por el gobierno de la iglesia y le es quitada su membresía; el legalismo ve en esa persona a alguien débil, que no posee las fuerzas necesarias para luchar por alcanzar el reino. El legalismo no siente dolor o pesar cuando Satanás tienta a un bautizado para hacerle pecar; al contrario, le deja solo, no le auxilia con palabras de ánimo, más bien se pone a la expectativa a ver si el tentado logra salir avante por sí solo de la tentación, si no lo logra, le mirará con un tipo de lástima que más bien es sentimiento de menosprecio. El legalismo piensa que así como siente satisfacción menospreciando y abandonando al débil en la fe, así hace Dios. Para el legalismo, Dios es un ser despiadado, inmisericorde y frío, sin ánimos de ayudar al tentado pero presto a castigarle si cede cuando cae en las garras del diablo. El legalismo es frío e implacable en contra de los débiles. La persona legalista es anticristo, porque se atreve a lanzar la primera piedra en contra de los enjuiciados, olvidando que como humanos que somos, todos pecamos. A la persona legalista le falta capacidad para sancionarse a sí misma, pero le sobra para sancionar a otros. Se siente con autoridad y derecho para juzgar y criticar a otros, pero niega a otros ese mismo derecho. A sus propios pecados los mira pequeños e insignificantes, a los de los demás los mira como un desastre, como algo que merece la condenación eterna. En resumidas cuentas, el legalismo es un reflejo de lo que era el fariseísmo.
Un vistazo al término “Cristocéntrico”
De vez en cuando se menciona la palabra “cristocéntrico, para significar que en todo hijo de Dios Cristo es el centro de su vida; que Cristo es la figura central y artífice de la existencia de la iglesia; que Cristo es el centro de la fe de todo hijo de Dios, etc. Todo eso claramente da a entender que Cristo es la razón de nuestro ser, que a él debemos darnos por entero, sin límites; que nuestra adoración debe ser ilimitada hacia él.
Si es aplicado correctamente, ese concepto conduce a la persona a ver a nuestro salvador como aquel a quien debemos imitar en su santidad, mansedumbre y aborrecimiento del mal. El genuino cristocéntrico no necesita que se le recuerde que la ley divina debe ser guardada por amor como dice I Juan 5:3, y no lo necesita porque la virtud de Cristo está en su corazón, la cual le capacita para guardarla. A la persona cristocéntrica no es necesario recordarle que matar, robar transgredir el sábado, no diezmar, etc, son pecados, sencillamente porque con Cristo en su corazón no hay cabida para ningún tipo de desobediencia. El genuino cristocéntrico no siente atracción hacia las prácticas del mundo. El genuino cristocéntrico no busca excusas “maduras” de las cuales valerse para imitar al mundo en sus prácticas. El genuino cristocéntrico honra a Dios y a su Hijo por medio de actuar siempre con limpia conciencia. Sirve a otros como ejemplo del bien hacer. Evita dar malos ejemplos porque es representante de Cristo. La persona que es cristocéntrica ha abierto las puertas de su corazón y ha permitido que Cristo entre, si Cristo mora en el corazón, entonces no hay cabida para malos sentimientos, para malos pensamientos. ¡Esto es ser cristocéntrico!
El Cristocentrismo
El cristocentrismo se origina en la tendencia a desfigurar el concepto cristocéntrico. El cristocentrismo es una posición a través de la cual la persona procede en contra de todo cuanto nuestro Señor demanda como santidad. Importante es para cada persona bautizada analizarse a sí misma para conocer si en verdad es cristocéntrica o cristocentrista.
El cristocentrismo es anticristo porque desobedece y se opone a lo que Cristo dice. El cristocentrismo se vale de argumentos para validar su erróneo modo de proceder. El cristocentrismo demanda que todo lo que hace es exactamente a como el Señor permite que se haga. El cristocentrismo demanda haber alcanzado la suficiente madurez como para hacer aquellas cosas que al ser examinadas a la luz del evangelio, vienen a resultar que son pecado. El cristocentrismo practica las obras de la carne mencionadas por Pablo en Gálatas 5:19-21. Con su mal proceder, afirmando que Cristo perdona las maldades que por antojo comete, el cristocentrismo directamente ubica a Cristo como ministro de pecado (Gálatas 2:17). Para el cristocentrismo, la muerte de Cristo permite cometer toda suerte de maldades sin que por eso se pierda el derecho a la vida eterna. Robar, hacer trampas, valerse de los demás para hacer el mal, aprovecharse de la buena fe de los demás, embaucar a otros, etc, son prácticas que el cristocentrismo lleva a cabo siempre que la oportunidad se presenta. La persona cristocentrista proclama ser hijo de Dios, lo cual con sus hechos abiertamente niega. El cristocentrismo es asesino de almas, porque las desanima a esforzarse por vivir en santidad. El cristocentrismo es despiadado con los débiles espirituales, porque les infunde irrespeto hacia las leyes divinas. El cristocentrismo se ríe de quienes por vivir en imitación de Cristo guardan la ley. El cristocentrismo insinúa que quienes por vivir en santidad guardan las leyes de Dios, aún no han conocido la gracia de Cristo. Para el cristocentrismo, la gracia de Cristo significa oportunidad para pecar. Para el cristocentrismo, el pago por todos los pecados que cometa antojadizamente, ya fue hecho por Cristo en la cruz. Para el cristocentrismo no es pecado hacer todo aquello que la ley declara que lo es. En fin, el cristocentrismo es arrogancia, es anulación de la santidad, es inclinación a cometer pecado siempre que la oportunidad se presente; es insubordinación a la voluntad de Dios. El cristocentrismo ha diseñado su modo de obedecer a la voluntad de Dios y lo defiende por medio de palabreríos y argumentos.
Curiosamente, el cristocentrismo nunca aceptará estar ubicado en semejante posición, al contrario, siempre declarará abiertamente que es cristocéntrico y que obedece a Cristo aunque en la realidad haga todo lo contrario.
El cristocentrismo reside en las personas que quieren tener un pie adentro de la iglesia y el otro en el mundo, y se mofa de quienes toman con seriedad en ejemplo de Cristo.
Procurando el balance
La experiencia claramente muestra que ningún extremismo es saludable. Los extremos lo único que hacen es sugerir que la obra de Dios es incompleta y que el humano puede hacer las cosas como realmente deben ser. Los extremismos destruyen a la persona, porque procurando establecer su propia justicia viene a quedar desposeída de la verdad establecida por Dios.
Tanto el legalismo como el cristocentrismo están exactamente en la misma posición desventajosa delante de Dios. Si bien es cierto que son dos tendencias enteramente opuestas entre sí, ambas sobrepasan la voluntad de Dios. Ambas tendencias son despiadadas y carentes del verdadero sentido que Dios le puso a su voluntad cuando la dio a conocer al género humano.