Una breve reflexión, a través de la cual el amable lector puede meditar por un instante acerca del camino que todos los humanos llevan, y del fin último que para cada uno está reservado.

Existen tópicos dentro de las Sagradas Escrituras, no pocos por cierto, de los cuales su contenido es sorprendente. Tópicos que pasan inadvertidos por el pensamiento, ya sea por lo difícil de su contenido o porque no son del dominio de los escudriñadores. Uno de esos tópicos es el de la muerte y resurrección del humano. Éstas son dos leyes establecidas por Dios desde la eternidad. La primera, si bien es cierto sus efectos son bien conocidos, pocos saben que es una ley: La ley de la muerte. La segunda, o sea la ley de la resurrección, también es bastante conocida por el Cristianismo, aunque aún no ha sido experimentada por nadie. Dos leyes a las cuales todo humano está supeditado. Dos leyes, las cuales, admítase o no, ejercen su poder para mostrar su señorío.

Muchos humanos pretenden que es realidad lo que piensan. Así, unos piensan que “después de esta vida no hay otra”, con lo cual insinúan que media vez muertos, se terminaron para siempre. Otros piensan que forman parte de un supuesto proceso de reencarnamientos, con lo cual al morir, el alma se posesiona de otro cuerpo. Cualesquiera que sean las divagaciones mentales, la verdad es diferente y de ella nadie escapa. El hecho de pensar variadamente en nada altera el designio que pesa sobre la humanidad: Todos hemos de morir, todos hemos de resucitar. Cada persona muere en momentos diferentes, pero en la resurrección no habrá diversidad, únicamente dos grandes grupos: el de los justos y el de los injustos, los primeros, resucitarán primero, los segundos, mil años después. Los primeros para recibir el maravilloso regalo de la vida eterna, los segundos para ser lanzados al lago de fuego.

El humano no es dueño de su vida

“No hay hombre que tenga potestad sobre el aliento de vida para poder conservarlo, ni potestad sobre el día de la muerte...” (Eclesiastés 8:8).

Ciertamente la ciencia avanza prodigiosamente hacia adelante con grandes, sorprendentes y maravillosos descubrimientos sobre la composición genética de los organismos vivientes. La reproducción en serie de seres humanos es ya una realidad, la clonificación “por razones a favor de la ciencia” es imparable. A medida en que los años transcurran, los padres podrán decidir de qué color desean la piel de sus hijos, el color de los ojos, la estatura, el color del cabello, y todo cuanto deseen de los seres que van a traer al mundo.

La ciencia está tratando de dominar el campo de la genética a modo de satisfacer las demandas del vasto campo comercial de la reproducción de seres humanos “al gusto del cliente”.

Pero hay un propósito aún más profundo que el simple deseo de obtener humanos diseñados. El deseo de la ciencia es atacar los virus que ocasionan enfermedades mortales como el cáncer, la lepra, el SIDA, y muchas más. Todo esto suena esperanzador para quienes padecen de enfermedades mortales. Por consiguiente, la ciencia da por seguro que dentro de algunos años estará en plena capacidad de evitar que los humanos mueran. ¡El propósito de la ciencia es hacer que los humanos vivan cientos de años! ¿A quién no le gustaría vivir con la misma longevidad conque vivieron los antediluvianos? ¿Qué persona no daría cualquier cosa por vivir la misma cantidad de años que vivió Matusalén? Porque si bien es cierto que la vida actual generalmente abunda en dolor, aflicciones, tristezas; eso de ninguna manera es lo suficientemente fuerte como para disipar de la mente humana el deseo de vida; el empeño por encontrar las medicinas adecuadas para quitar las enfermedades mortales que agobian a las personas lo testifica. Es ante las demandas humanas de longevidad que los científicos están afanados en buscar y encontrar la solución.

Pero por sobre todo eso, hay algo en lo cual la ciencia no ha pensado, un algo ante lo cual todas sus pretensiones se estrellarán; ese algo es la verdad dicha en las Sagradas Escrituras en el sentido de que el humano no es dueño de su vida. La ciencia aún no ha descubierto que para hacer que una persona viva se requiere más que genes perfectos, más que células perfectas: Se requiere el poder de Dios manifestado en el espíritu que hay en cada ser.

Job dice una rotunda verdad:

“Ciertamente espíritu hay en el hombre, y el soplo del Omnipotente lo hace que entienda” (Job 32:8).

El modo en que la declaración está hecha aparentemente da a entender que uno es el espíritu de Dios y otro “el soplo del Omnipotente”, pero ambos son lo mismo. Se le identifica como espíritu de Dios precisamente porque es de él, a él le pertenece. Dios hace con su espíritu como él quiere, precisamente porque es Dios, porque sabe que el modo en que hace lo que hace es exactamente como debe hacerse. Para traer al hombre a existir quiso soplar su espíritu en las narices de Adán, de ese modo la humanidad vino a tener vida. Cuando el soplo de vida vuelve a Dios que lo dio, entonces la persona muere. Venido el momento, la ciencia entenderá que Dios no es algo así como un recipiente en donde cualquier humano pueda meter su mano para extraer el espíritu para depositarlo en los humanos a quienes deseen alargar los días sobre la tierra. La vida es atributo exclusivísimo de Dios, cuando él quiere la quita de unos, cuando él quiere la mantiene sobre otros. De manera que no importa cuán perfectas puedan llegar a ser las personas tratadas científicamente con el propósito de alargarles la vida, porque el cuerpo puede llegar a ser perfecto, libre de cualquier enfermedad, libre de defectos físicos, pero sin el espíritu de Dios, está muerto.

Al tiempo señalado, todo humano muerte, el tiempo que le ha sido determinado nadie lo puede alterar. No importa cuánto énfasis se ponga sobre el avance de la ciencia en busca de longevidad humana, porque para que alguien viva, tiene que contar con el espíritu de Dios. Las palabras de Eclesiastés son enteramente ciertas, nadie tiene poder para retener el espíritu que Dios le ha prestado, nadie lo posee en propiedad sino en calidad de préstamo. Venido el momento, ese espíritu vuelve a Dios que lo dio, sin importar que el deseo de vivir de parte del humano sea fuerte, al menos eso es lo que dice la Palabra de Dios en Eclesiastés 12:7:

“Y el polvo vuelva a la tierra...y el espíritu vuelva a Dios que lo dio”.

Entre la muerte y la resurrección no hay lapso

¿Cuántos años han transcurrido desde que Adán murió? ¿Cuántos desde que Abel Murió? Desde que Moisés murió? ¿Desde que Pablo murió? ¿Desde que uno de los seres a quien usted tanto amó en vida, murió? Entre los humanos existe la capacidad de contar los años: “En este día se cumplen tantos años desde que fulano murió”. Si la persona recordada supo ganarse el aprecio de los recordantes, entonces hay lamentos, tristezas, suspiros y deseos de tenerle al lado. Sobrada razón tienen muchos al exclamar: “Como mi madre, nadie más”. “Mi padre fue único en todo”. Etc. Esto indica que somos los humanos los que sabemos cuánto tiempo transcurre desde el momento en que el ser querido parte a la casa del descanso. Imborrable en el recuerdo permanece la sonrisa, la voz, el modo de platicar, etc., de aquellos a quienes aun después de muertos continúan vivos en el recuerdo.

Pero existe una verdad a la cual debe ponérsele atención. Una verdad en la que pocos reparan: Para los muertos no transcurre el tiempo. Su cuerpo yace formando parte del polvo de la tierra. Su memoria, dice el sabio Salomón, “es puesta en olvido”. Al momento en que el espíritu de Dios sale de sus cuerpos cesan sus pensamientos. La muerte, en palabras sencillas es la ausencia del espíritu de vida, es la ausencia del soplo de vida que Dios ha depositado en cada ser viviente. Los muertos carecen de toda noción de tiempo porque al momento de exhalar el espíritu finalizan todas sus habilidades mentales. Los muertos no saben cuándo murieron, tampoco saben cuánto tiempo ha transcurrido desde que murieron, tampoco saben cuándo vendrá el momento en que aquel poderosísimo poder los volverá a la vida. He allí el cumplimiento de las palabras de Salomón:

“Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos nada saben, ni tienen más paga, porque su memoria es puesta en olvido.” (Eclesiastés 9:5 Reina-Valera 1977 Edit. Clie).

Sí, al momento en que el espíritu se va, el cerebro deja de funcionar, y paulatinamente entra en descomposición hasta que finalmente es consumido por los gusanos. Esto conlleva a pensar que al desaparecer las funciones mentales, también se pierde la noción del tiempo. Ahora, ponga atención a esta gran verdad: Por increíble que parezca, la persona al momento de morir cierra sus ojos, e inmediatamente los vuelve a abrir en la resurrección. ¿Está claro esto? Obsérvese que no estoy diciendo que al morir inmediatamente resucita, sino que, a falta de conciencia, el muerto pierde toda noción de cuánto tiempo permanecerá en esa condición, pero esa noción le será devuelta en el día de la resurrección, al fin de los tiempos. Aunque para los vivos esa persona haya estado muerta durante un largo período de tiempo, para el muerto, al venir la resurrección, no habrá transcurrido tiempo alguno. Entre la muerte y la resurrección sólo existe un lapso que comparo al de un parpadeo. Cierra sus ojos al morir perdiendo toda noción, y los abre con plena conciencia al resucitar en el día del juicio final. ¡Sí, para los muertos el tiempo no existe, no hay lapso alguno.

El gran privilegio de los hijos de Dios

“Estimada es a los ojos de Jehová la muerte de sus santos” (Salmo 116:15).

Es enteramente cierto que el estado actual de todos los humanos es el mismo. Pobreza para unos y riquezas para otros, tristeza para unos alegría para otros, angustias para unos tranquilidad para otros, deshonra para unos honra para otros, miseria para unos abundancia para otros, y así sucesivamente. La vida actual es una vasija repleta de contraposiciones, mezcladas entre sí, y vaciadas en copas de diferentes tamaños que los humanos beben repetidamente mientras viven sobre la faz de la tierra. Ninguno escapa del dolor, de la angustia, de los sinsabores. El rico tiene sus propios problemas y dificultades; el pobre posee la misma suerte. Como muere el rico muere el pobre, a ambos les ha sido asignada la misma suerte. Al morir, el cadáver del rico es depositado en un ataúd costoso. El pobre, al morir, es depositado en un ataúd de poca valía. Pero en ese estado, ni el rico ni el pobre son diferentes. La diferencia es conceptual entre los vivos, pero la realidad serenamente declara que a ambos se los comen los gusanos. Ambos exhalan el mismo insoportable hedor. Ambos, según el Grandísimo Hacedor, vuelven a convertirse en polvo. Tanto el rico como el pobre van a la casa del siglo (sepulcro) sin llevarse nada, la desnudez conque vienen al mundo es la misma que devoran los gusanos cuando mueren. Los vestidos costosos y alhajas del uno, y la ropa miserable del otro no es sino sólo vanidad. Los muertos no saben cómo los visten para ser colocados en el ataúd.

La dolorosa declaración: “Te vas para nunca más volver”, carece de sentido. La verdad declara lo contrario: “Te vas pero volverás”. Sí, todo muerto se va, pero necesariamente volverá al tiempo señalado por Dios.

Indiscutiblemente, el dolor de los ricos al ver partir a sus seres queridos, en nada difiere del dolor de los pobres al ver partir a los suyos. El mismo dolor es. No importa de cuánta felicidad o infelicidad estén rodeados los vivos. Cuando parten a ese lejano estado dejan terrible vacío.

Pero si bien es cierta la inexistencia de superioridades e inferioridades en el campo mencionado, delante de los ojos de Dios las categorías sí están enteramente definidas. ¡Dios sí hace diferencia de seres! Las palabras del Salmo 116:15 majestuosamente lo declaran. En verdad, la muerte reina en este mundo. Es una ley consecuencial que Dios no puede destruir entretanto esté vigente el esquema trazado. Debido a eso, ni siquiera él puede evitar que sus hijos mueran. Venido el momento señalado, el espíritu vuelve a Dios que por un breve lapso lo ha prestado a todo viviente. Aun en el proceso de desvanecimiento temporal, los hijos de Dios, o sean los que mueren en Cristo, son espectáculo para los ángeles celestiales quienes en la eternidad contemplan en silencio y con respeto reverente, cómo los cuerpos de quienes son la imagen de Dios paulatinamente van entrando en descomposición para dar paso a la formación de los gusanos que los devorarán. El mismo Altísimo es espectador. Sentado en su trono, sin pronunciar palabra alguna, pero con expresiones de su vivo sentimiento, observa el fin transitorio de aquellos que en vida lucharon contra los deseos de la carne, contra las maquinaciones de Satanás, y decididamente aceptaron vivir con Jesucristo en sus corazones. A cada uno lo mira cómo va desvaneciéndose, pero en su ternura de padre amoroso aguarda pacientemente el preciso momento en que sin dilación alguna los volverá a la existencia para recibirlos con innegables demostraciones de amor.

El que sea estimada ante los ojos de Dios la muerte de sus hijos claramente dice del gran aprecio que él les tiene. Asiente en el dolor que los mortales tienen al ver partir a sus seres queridos, pero él sabe que aunque la muerte se imponga para destruir su creación, el poder de esa ley es sólo temporal. Él sabe de los dolores de la muerte, cuando su espíritu se desprende del cuerpo para volver a él, pero gozosamente les tiene reservado un estado de vida eterna, mismo que venido el momento, recibirán como premio por el amor que le mostraron mientras estuvieron viviendo como mortales.

La Sagrada Escritura proclama:

“Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen...” (Apocalipsis 14:13).

La muerte de sus hijos, como ha dicho el Salmo 116:15, es tenida en gran estima por el Santísimo. Pero aún hay más, van al sepulcro a reposar por un lapso de tiempo, pero el recuerdo de que ellos son sus hijos no se borra de su mente divina. Morir en el Señor, como dice la Escritura, significa haber muerto siéndole fieles habiendo guardado celosamente la fe en el galardón prometido. Esa actitud positiva hace que Dios no se olvide de ellos. Han ido a reposar, pero “sus obras con ellos siguen”, lo cual significa que aunque la muerte deshace los cuerpos de los santos, no puede deshacer o borrar sus obras de obediencia que hicieron delante del Señor. Esas obras están en la mente del Creador quien venido el momento les recompensará con el adecuado galardón.

La primera resurrección

“Pero preguntará alguno: «¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?»” Necio, lo que tú siembras no vuelve a la vida si no muere antes. Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desnudo, sea de trigo o de otro grano. Y Dios le da el cuerpo que él quiere, y a cada semilla su propio cuerpo. No toda carne es la misma carne, sino que una carne es la de los hombres, otra carne la de las bestias, otra la de los peces, y otra la de las aves. Hay cuerpos celestiales y cuerpos terrenales; pero una es la hermosura de los celestiales y otra la de los terrenales. Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en esplendor. Así también sucede con la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente» el postrer Adán espíritu que da vida. Pero lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Conforme al terrenal, así serán los terrenales; y conforme al celestial, así serán los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial. Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción. Os digo un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y nosotros seremos transformados, pues es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se vista de inmortalidad. Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal sea vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: «Sorbida es la muerte con victoria» ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?, porque el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley. Pero gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (1a. Corintios 15:35-56).

Esta narración habla de los santos, de aquellos que supieron mantener en alto su persistencia de luchar en contra de los deseos pecaminosos de la carne. Todos los hijos de Dios, sin excepción alguna, desde Abel hasta el último que haya de morir previa la segunda venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, yacen o yacerán en el polvo de la tierra en cumplimiento de la ley dada por el Creador: “Polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Mientras dure este mundo, la muerte no hace diferencia de personas, como mueren los demás así mueren los hijos de Dios. Con todo, hay algo que es interesante mencionar, y es que la muerte de los humanos en general es identificada como un sueño. Es calificada de ese modo porque es una muerte parcial. En su justo momento todos los humanos sin excepción serán despertados, serán traídos a existir otra vez en su momento correspondiente.

Respecto a los hijos de Dios, aunque son santos, y su muerte es estimada por Dios, la ley de morir y convertirse en polvo necesariamente se cumple en ellos. No hay acepción de personas. Los átomos que el poder de Dios unió para formar sus cuerpos, e incluso las unidades más finitas que forman los átomos que formaron sus cuerpos, están esparcidos por todo el mundo. La tierra, así como los químicos y minerales que la forman, son los mismos conque el humano fue formado. Las cenizas de los incinerados es lanzada al viento o a las aguas. Otros mueren despedazados o mutilados sin que sus cuerpos completos sean depositados en un ataúd. Por todo esto puede concluirse en la imposibilidad definitiva que para los vivientes representa pensar en que las partículas intraminúsculas que conformaron a cada individuo puedan casualmente volverse a juntar para formar al mismo ser. Sencillamente no existe semejante probabilidad. Nadie puede tan siquiera imaginarse cómo los átomos de cada individuo puedan volver a juntarse. La capacidad humana, siendo finita, se estrella contra la barrera de lo imposible. Dios es el único capaz de volver a juntar cada partícula y de colocarla en su respectivo lugar, lo hará primeramente con su pueblo y, después, con quienes no lo son.

Pero...¿Hará Dios con su poder el milagro de traer a la existencia los cuerpos de sus hijos muertos con el propósito de que vuelvan a ser exactamente lo que eran antes de morir? ¡Sencillamente no! La suerte que está reservada para ellos es notoriamente diferente del resto de humanos. En su resurrección, los santos no volverán a poseer los mismos cuerpos deteriorables conque descendieron al sepulcro. Sus cuerpos biológicos nunca jamás volverán a existir.

¡No los necesitarán más! Pablo ha dicho que ellos resucitarán con cuerpos espirituales, semejantes en limpieza al Divino Salvador. Además, también ha dicho que “carne y sangre no pueden heredar el reino de Dios”. Los santos, por ser tenidos dignos de la resurrección, experimentarán una misteriosa transformación de la cual el único que puede explicarla cómo será, es el Perfectísimo Creador, él sabe cómo las partículas más finitas que conformaron los cuerpos serán juntadas nuevamente y al mismo tiempo transformadas para traer a existencia un cuerpo glorificado. Eso tiene que ser así, pues va a heredarse un estado totalmente diferente al actual. ¿Quién necesitará comer, beber, trabajar, respirar, etc? De esto se desprende un misterio, consistente en que los hijos de Dios, siendo seres, serán vestidos, dice Pablo, con cuerpos celestiales. La persona o ser será justamente la misma pero con diferente cuerpo. ¿!Precioso, no!? Un cuerpo no expuesto a miserias de ninguna índole, ni a dolor, ni a desgaste, ni sujeto a elemento material alguno. Del mismo modo en que los mortales hemos traído la imagen del primer terrenal caído plagado de desventajas, así en la resurrección, al toque final de la trompeta que vendrá anunciando la refulgente venida del Grandísimo Salvador, los hijos de Dios serán vueltos a la vida con cuerpos glorificados. Vueltos no a la vida actual, sino a la vida eterna.

Aquel momento, o sea el de la primera resurrección, será grandioso, será justamente el momento que el Altísimo ha estado esperando para volver a la existencia a sus amados hijos, a aquellos a los cuales vio morir y su carne deshacerse en miserable descomposición.

La trompeta viene delante de Aquél que junto a su Padre nos formó según su imagen y semejanza. Para él el momento de volver que prometió, habrá llegado. Maravillosamente, el sonido de esa trompeta ha recibido el poder de hacer volver a la vida a los santos, su sonido es la señal para que cada átomo esparcido se junte para reconstruir sus cuerpos y cada uno de ellos sea vestido por el Sublime Poder con el cuerpo incorruptible que su divina mente les ha asignado. Al final del toque será cumplida la exclamación: ¿!Dónde está, muerte, tu aguijón!? ¿¡Dónde, sepulcro, tu victoria!? En ese preciso momento, la ley de la muerte habrá dejado de ejercer su terrible peso sobre los santos, ¡No más volverá a enseñorearse de ellos! En ese momento, la ley de la resurrección será una realidad en ellos para darles el premio reservado. Mil años después serán levantados los demás para recibir la paga que eligieron mientras estaban en vida.

La resurrección de los santos es uno de los más grandes y maravillosos misterios entre el pueblo de Dios. Incluso quienes leen este estudio, si lo desean, serán despertados de su sueño en la primera resurrección.

Este “cuerpo animal”, dice Pablo, tratando de hacer entendible que se refiere al cuerpo humano de cada santo, será vestido con un cuerpo glorificado, con un cuerpo no formado de la tierra como este actual que Adán echó a perder, sino con uno exactamente como el del Hijo de Dios. Justamente de esto es que Juan habla en su primera carta:

“Aún no se ha manifestado lo que habremos de ser, pero sabemos que cuando él apareciere, seremos semejantes a él...” (I Juan 3:2).

Dos vestiduras serán colocadas a cada hijo de Dios: El cuerpo glorificado, no biológico, y las vestiduras blancas refulgentes, similares en pureza a aquellas conque el Gran Señor está vestido.

Otro aspecto tan sublime de esta transformación, es que se llevará a cabo entre el estado actual y la eternidad (no sé si me doy a entender, espero que sí), la vida actual es un estado, la eternidad es otro, a medida en que los resucitados vuelven a la vida pasan a la eternidad. Si bien es cierto que entre esta vida y la eternidad no existe ningún lapso, sí hay una frontera enteramente demarcada que ningún terreno puede traspasar. Póngase atención a que no estoy diciendo que la transformación llevará a los santos al cielo, estoy diciendo que pasarán a la eternidad. La eternidad no está lejos de nosotros como pudiera imaginarse (por favor lea mi estudio: “Eternidad y Tiempo”), tampoco algunos de sus aspectos son desconocidos, la Palabra de Dios habla abundantemente acerca de ellos.

Que esta transformación se llevará a cabo en la eternidad, está plenamente expuesto por Pablo al decir que “carne y sangre no pueden heredar el reino de Dios” (I Corintios 15:50). El reino de Dios es el mismo que Jesucristo viene a establecer en su segunda venida, y, como su nombre lo indica, pertenece a la eternidad, razón por la cual el ángel que habló con el profeta Daniel lo describe como eterno, (Daniel 7:27).

Así entonces, la resurrección de los santos es a la vez su entrada a la eternidad. En ese estado mirarán el rostro de Aquél que en la cruz pagó con su sacrificio nuestro rescate. Los cuerpos de los santos que fueron despedazados volverán a la vida completos, los mutilados de cualquiera de sus miembros (brazos, dedos, manos, pies, etc.) volverán a la vida completos, exactamente según la imagen y semejanza del Grandísimo Creador.

El lapso de la transformación

“En un momento, en un abrir y cerrar de ojos...” (I Cor. 15:52).

Ahora bien, el lapso de tiempo que Pablo menciona para que la transformación se lleve a cabo es demasiado largo, ese “abrir y cerrar de ojos” es mucho tiempo para que el poder de Dios haga ese milagro. Si no necesitó tiempo para traer a la existencia material la Creación, mucho menos lo necesita para volver a la vida a sus hijos, con todo, Pablo lo menciona para dar una idea a los humanos, acerca de lo brevísimo que será el lapso en que tan glorioso acto será realizado. Ese momento será tan cortísimo que incluso los santos que estén vivos sobre la tierra no experimentarán sensación alguna de cambio en la transformación que en ellos será realizada. Estando dedicados a cualquier faena material, en el tiempo que dura un parpadeo, su naturaleza actual será totalmente cambiada por una celestial. Ese parpadeo les borrará definitivamente todo el mundo actual para encontrarse al lado de su divino Salvador. Al toque de la final trompeta los muertos se levantarán y en ese justo momento los vivos serán transformados para que juntos hereden la vida eterna.

La segunda resurrección

“Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años... (Apocalipsis 20:5 primera parte).

El momento de la gran verdad vendrá tarde o temprano, lo que hoy pudiera tenerse como declaraciones imaginarias por medio de las cuales poner en miedo a las personas, en ese momento se mirará que no eran mentira o bromas o simples declaraciones con las cuales poner medrosas a las personas. La resurrección de todos los demás viene. Tal como se ha visto en el subtítulo anterior, la primera resurrección se realizará precisamente cuando venga nuestro Salvador a establecer su reino, reino que está ampliamente descrito en la Palabra de Dios. Venido el Gran Salvador, sus santos irán con él a reinar a Jerusalén por un período de mil años, finalizado ese tiempo, vendrá la segunda resurrección, la resurrección de aquellos a quienes sus dolientes con gritos, lamentos y abundantes lágrimas les dijeron algo así como: “Te vas para siempre”, “Te vas para no volver”, “Te vas y nunca jamás te volveré a ver”. El libro de Apocalipsis (Revelación) categóricamente declara que pasados mil años, después de la resurrección de los santos, viene el segundo grande evento de la humanidad.

En esta resurrección tendrán parte los incrédulos, los ateos, los que ridiculizan en películas a nuestro Divino Salvador, los que blasfeman el Nombre de Dios, los que oyeron el llamado al arrepentimiento y no le dieron importancia, los que prefirieron los deleites pecaminosos de la carne, los que creyeron ser hijos de Dios pero vivieron impíamente, los que se burlaban de los hijos de Dios, los que pensaron que después de la muerte no habría más, los que pensaron que después de muertos iban a reencarnar, los que pensaron que la ley moral de santidad había quedado anulada por Cristo en la cruz y por eso no la guardaron, y todos los demás.

Grande momento será este ya que allí mirarán a quien vino a morir en la cruz para salvarles y que rechazaron.

Notoriamente, la Palabra de Dios resta importancia al acto preciso en que la resurrección de estos se llevará a cabo ¿Por qué habría Dios de poner énfasis descriptivo sobre sus enemigos? Para estos, aquella mirada dulce, apacible, llena de cariño; aquella voz serena y llena de amor, serán desconocidas. Para ellos está reservado el rigor el menosprecio y el castigo final.

Notoriamente, Aquél que un día vino a la tierra, vestido humildemente y expuesto a los mil vituperios, será el terrible juez. Su voz sonora y cortante, su mirada firme y determinante es parte del espectáculo que les está reservado.

El potente sonido de la final trompeta no será oída por estos, pero de una u otra manera resucitarán y se levantarán para escuchar la terrible sentencia que sus obras merecieron

Aquel cuerpo glorificado y hermosamente vestido con vestiduras blancas, dicho por Pablo y por Juan, es privilegio de los santos de la primera resurrección. Para estos otros no existirá ninguna especialidad.

El momento viene en los cuales serán despertados de la muerte para presentarse a la cita, cita que no podrán eludir. Terriblemente, sus sentidos completos les serán devueltos, sus sensaciones de dolor, angustia, ansiedad, terror; estarán con ellos, sus cerebros estarán funcionando normalmente. Todo, porque tienen que comparecer al juicio en sus cabales. Aquel espectáculo será de tremenda sorpresa para los vivientes porque seguramente no esperarán ver a quienes yacen en el sueño de la muerte ¿Qué será cuando los vivos vean de nuevo a sus conocidos que murieron hace muchos años?

Porque Dios lo ha dicho, el momento de la segunda resurrección vendrá, y los muertos serán levantados, unos vestidos con la misma ropa humilde conque fueron enterrados, otros con sus vestimentas costosas, y otros sin ropas porque con las que les vistieron al momento de depositarlos en los ataúdes ya se habrá desecho. Sucios, mal olientes y mal presentados, pálidos por no haber estado expuestos a la luz del sol, con sus cuerpos llenos de tierra o lodo. No importa cómo hayan de levantarse: mutilados, tuertos, cogeando o arrastrándose, lo que sí es totalmente seguro es que las partículas más finitas de sus cuerpos volverán a juntarse para darles su figura original. ¡He allí hecho realidad lo que para los humanos es imposible. Angustiosamente, no ignorarán que han vuelto a la vida para presentarse ante el gran tribunal para recibir en carne propia la justa paga. Angustiosamente, porque tendrán plena conciencia de haber desperdiciado la gran oportunidad de aceptar a Cristo como su salvador y obedecerle, que se les dio antes de morir.

Lo que para la mente humana es imposible, para Dios todo es posible, lo que no entendemos cómo será hecho, se hará: Pensamientos, sentimientos naturaleza sin reformar, en fin, todo lo que el humano es mientras está en vida volverá a ser, a Dios, que todo lo sabe y todo lo puede no se le escapa el más mínimo detalle. La Palabra de Dios no dice que al momento de ser levantados van a ser vestidos celestialmente, eso hace entender que se levantarán sin importar si vestidos o desnudos, si con la ropa aún en buen estado conque les vistieron o con harapos, con pedazos de ropa podrida. Como quiera que sea, todos experimentarán el poder de la ley de la resurrección. Si la muerte es un poder que ningún humano puede soportar, mucho más poderosa es la ley de la resurrección que hará que los elementos de que estuvieron formados antes de la muerte, sean llamados de nuevo por el Grandísimo Poder para juntarse cada uno en su respectivo lugar sin faltar ni siquiera uno.

El texto sagrado dice:

“El mar entregó los muertos que había en él, y la muerte y el hades entregaron los muertos que había en ellos, y fueron juzgados cada uno según sus obras...” (Apocalipsis 20:13).

Resulta difícil encontrar una explicación satisfactoria a la declaración santa de que “la muerte entregó sus muertos”, mas eso no resta importancia al fenómeno sumamente extraño que va a llevarse a cabo, cuando sorpresivamente los elementos se estremezcan ante el poder del llamado que la Voz les hará para que se junten. No importa que los incrédulos actuales rían tratando de ridiculizar la Palabra de Dios. Contrario a la maravillosa transformación que se llevará a cabo en los hijos de Dios para pasarlos a la eternidad, éstos segundos no experimentarán ninguna transformación, resucitarán en carne y hueso para volver a ser como fueron antes de morir. Esa es la ley de la resurrección. Todo humano muere. Todo humano resucitará a su debido tiempo, al tiempo que le ha sido señalado.

Con excepción de las fuentes citadas, en contenido es propiedad del autor. A menos que se indique lo contrario, las citas bíblicas fueron tomadas de la Biblia Reina-Valera Versión 1995.